Hablar de terapias creativas es como hacerlo de la combinatoria entre aspectos teóricos de la psicología y del arte. A éstos añadimos dos vivencias subjetivas: la del paciente y la del terapeuta.

Ambas partes en la relación terapéutica funcionan como una cocina que diseña y elabora una serie de platos únicos adaptados exclusivamente, en este caso al paciente, a sus necesidades. Como aceites nobles y cacerolas usamos arte: música, teatro, pintura…

Como ingrediente imprescindible: confianza.

Cuando la persona en terapia aprende, mediante la relación, a cocinar platos apropiados a sus gustos e intolerancias, adquiere herramientas para su bienestar y para afrontar contrariedades.

Que la relación de ayuda sea eficaz depende de la mixtura cambiante, de la flexibilidad en los tiempos de cocción, de la escuela del chef, de que la receta se elabore con cariño, trabajo y paciencia.

La terapia artístico-creativa va más allá de la palabra, del acto y de lo creado. Está hecha de símbolo, como el aroma del guiso, que no se ve pero existe.

Crear, decía Ferrater Mora, es transformar lo posible en actual, hacerlo nacer. Fundar, introducir, establecer por vez primera una cosa, dar vida, formar algo a partir de una realidad preexistente.

Por ejemplo, alguien que acude a terapia, va descubriendo que no se ha querido lo suficiente en la vida y establece por primera vez la prioridad de quererse. La actividad artística dentro de la terapia le ofrece un canal de búsqueda de estructuras y nuevos sistemas. Actúa como un proceso de construcción del pensamiento, ofreciendo posibilidades a nuevos órdenes.

El arte alberga toda polaridad y la creatividad es un innato potencial humano de búsqueda. El arte es el juego que conlleva crecimiento.

                                               Jc